La unidad que el Partido Conservador de Reino UNido intentó proyectar durante el conflicto de las Malvinas de puertas afuera no existía de puertas adentro. Los papeles privados de la entonces primera ministra Margaret Thatcher, hechos públicos este viernes, revelan enormes tensiones dentro del grupo parlamentario y diferencias de opinión también dentro del Gabinete. Desde el diputado que explica que sus votantes “quieren sangre” hasta el asesor que propone que los argentinos compren las Malvinas manteniendo a los isleños o el ministro que advierte que una guerra sería “un nuevo Suez”, Thatcher tuvo que librar dos guerras en aquella primavera de 1982: una contra los argentinos y otra contra su propio partido.
Los documentos y objetos de recuerdo ahora puestos a la luz pública son los que la llamada Dama de Hierro había decidido guardar para si misma. Y van desde un recorte del muy nacionalista diario The Daily Mail en el que se pregunta si Thatcher “va a tener el estómago” de ir a la guerra hasta el borrador de una dura carta al presidente estadounidense Ronald Reagan reprochándole su ambigüedad al intentar forzar un acuerdo de paz entre británicos y argentinos.
En vísperas de la invasión y en plena escalada de la tensión en el Atlántico Sur, Reagan le envió una breve carta a Thatcher en la que le explica las gestiones que está haciendo ante Argentina para exigir “garantías de que van a mostrar moderación y no van a iniciar hostilidades”. “Haremos lo que podamos para ayudarte en esto”, acaba la carta, firmada “Sinceramente, Ron” y que es la respuesta a un mensaje urgente de la primera ministra británica de 31 de marzo.
Pero las buenas palabras de Reagan se las llevó el viento y Estados Unidos adoptó una postura neutral tras la invasión argentina que irritó y decepcionó a su amiga Thatcher. En el borrador manuscrito de una carta destinada al presidente, la primera ministra escribe: “A lo largo de mi administración he intentado ser leal a Estados Unidos como nuestro gran aliado. En su mensaje dice usted que sus sugerencias son fieles a los principios básicos que tenemos que proteger. Ojalá lo fueran, pero, ¡ay!, me temo que no lo son”, le reprocha Thatcher por sus esfuerzos a favor de un acuerdo de paz. La carta nunca llegó a enviarse en esos términos pero ella, significativamente, guardó consigo el borrador.
Las tensiones entre los dos mandatarios no fueron el principal quebradero de cabeza de la Dama de Hierro, que tuvo que afrontar profundas divisiones internas. Un memorando con las notas tomadas por su secretario privado durante una reunión del grupo parlamentario conservador al poco de la invasión de las Malvinas es fiel reflejo de las tensiones que había en el partido. Un ministro reconoce que tenían que haber enviado antes los submarinos nucleares. Un diputado pregunta, “¿Estamos en guerra?”, a lo que le contestan: “No tenemos obligación de declarar la guerra. No estamos en guerra” y “nunca dijimos que podíamos defender las Malvinas con éxito”.
“Tenemos que recuperarlas”, dice otro. “Las recuperaremos”, le prometen. Abundan proclamas a favor de la acción, como “tenemos que recuperar la soberanía”, o “hay que hacer un bloqueo”, “no hay que ser duros con las palabras y blandos con los hechos; hay que ser duros con los hechos”, “tenemos que declarar el estado de guerra con Argentina; ha sido un acto de guerra”, “hundid toda la flota”.
Otros, en cambio, son mucho más cautos. “Esto es como Suez”, advierte un diputado evocando la desastrosa invasión del canal junto a Francia en 1956. “Si enviamos la flota significa ir a la guerra”, advierte otro.
Las dudas de un amplio sector de diputados y ministros se reflejan sobre todo en un informe del “chief whip”, el encargado de mantener la disciplina parlamentaria, al jefe del Foreign Office. “Quizás le interese conocer la reacción general ante los acontecimientos en las islas Malvinas”, dice la introducción.
“Mis electores quieren sangre”, explica el diputado Peter Mills. “Por favor, sangre no”, opina en cambio David Crouch. El jefe parlamentario describe a un diputado como “un derrotista sin remedio” y de otro dice “está terriblemente deprimido”. Describe a tres diputados como partidarios de la mano dura pero a otros cinco que dicen que “no hay que perder la calma; tenemos que intentarlo y salir de allí sin combatir”. Otro duda de la posibilidad de obtener una victoria rápida y otro cree que las dificultades militares “son insuperables”.
“Estamos cometiendo un gran error. Va a hacer que Suez parezca algo de sentido común”, opina el ex ministro Ian Gilmour. Otro opina que el príncipe Andrés no tenía que haberse embarcado con la flota. El entonces ministro de Estado y luego político incombustible, Kenneth Clarke, y el también futuro ministro Timothy Raison “esperan que nadie crea que vamos a combatir a los argentinos”. “Deberíamos volar un par de barcos pero nana más”, opinan. Thatcher marca con dos líneas las opiniones de estos dos políticos.
Las dudas sobre la capacidad miliar británica no se ceñían solo a los políticos. Un informe del Ministerio de Defensa que evalúa en septiembre de 1981 las posibilidades de disuadir a los argentinos de actuar contra las Malvinas contempla varios escenarios posibles, desde ataques a barcos británicos en la zona a ocupación de islas deshabitadas, pequeña invasión o una invasión total de las Malvinas.
Ante esta última posibilidad, que es la acabó ocurriendo, el informe es llamativamente pesimista. Señala que enviar una fuerza lo bastante grande como para impedir esa invasión “sería muy caro” y podría “acabar propiciando lo contrario de lo que intenta impedir”. “Enfrentados a una ocupación argentina, no tenemos la seguridad de que esa fuerza pueda recuperar la dependencia. El orgullo nacional argentino probablemente exigiría una respuesta de máximos. Su ventaja geográfica y la relativa sofisticación de sus fuerzas armadas pondría nuestra propia fuerza de choque en seria desventaja”.
Y concluye: “Afrontar una invasión a gran escala exigiría fuerzas navales y de infantería con apoyo aéreo en una escala muy considerable y los problemas logísticos de esa operación serían tremendos”.
Meses después, Thatcher pareció apoyarse en ese informe para justificar en los Comunes la desprotección de las Malvinas que precedió a la invasión argentina. “En varias ocasiones en el pasado ya hubo amenazas de invasión y la única forma de prevenirla hubiera sido mantener una flota enorme cerca de las Malvinas, unas 7.000 millas lejos de su base. Ningún Gobierno ha sido nunca capaz de hacer eso, su coste y el coste de los suministros hubieran sido enorme”, se justificó en su primera comparecencia parlamentaria tras la invasión. Las notas que había tomado para preparar ese discurso están llenas de tachones, añadidos y cambios de orden en los párrafos. Una nota entre corchetes sugiere que, si le preguntan acerca de la presencia del príncipe Andrés en la flota de guerra, diga que “es un deseo expreso de la reina, el duque de Edimburgo y el propio príncipe Andrés, que si el Invincible navega, él navegue también en él”.
www.internacional.elpais.com
Los documentos y objetos de recuerdo ahora puestos a la luz pública son los que la llamada Dama de Hierro había decidido guardar para si misma. Y van desde un recorte del muy nacionalista diario The Daily Mail en el que se pregunta si Thatcher “va a tener el estómago” de ir a la guerra hasta el borrador de una dura carta al presidente estadounidense Ronald Reagan reprochándole su ambigüedad al intentar forzar un acuerdo de paz entre británicos y argentinos.
En vísperas de la invasión y en plena escalada de la tensión en el Atlántico Sur, Reagan le envió una breve carta a Thatcher en la que le explica las gestiones que está haciendo ante Argentina para exigir “garantías de que van a mostrar moderación y no van a iniciar hostilidades”. “Haremos lo que podamos para ayudarte en esto”, acaba la carta, firmada “Sinceramente, Ron” y que es la respuesta a un mensaje urgente de la primera ministra británica de 31 de marzo.
Pero las buenas palabras de Reagan se las llevó el viento y Estados Unidos adoptó una postura neutral tras la invasión argentina que irritó y decepcionó a su amiga Thatcher. En el borrador manuscrito de una carta destinada al presidente, la primera ministra escribe: “A lo largo de mi administración he intentado ser leal a Estados Unidos como nuestro gran aliado. En su mensaje dice usted que sus sugerencias son fieles a los principios básicos que tenemos que proteger. Ojalá lo fueran, pero, ¡ay!, me temo que no lo son”, le reprocha Thatcher por sus esfuerzos a favor de un acuerdo de paz. La carta nunca llegó a enviarse en esos términos pero ella, significativamente, guardó consigo el borrador.
Las tensiones entre los dos mandatarios no fueron el principal quebradero de cabeza de la Dama de Hierro, que tuvo que afrontar profundas divisiones internas. Un memorando con las notas tomadas por su secretario privado durante una reunión del grupo parlamentario conservador al poco de la invasión de las Malvinas es fiel reflejo de las tensiones que había en el partido. Un ministro reconoce que tenían que haber enviado antes los submarinos nucleares. Un diputado pregunta, “¿Estamos en guerra?”, a lo que le contestan: “No tenemos obligación de declarar la guerra. No estamos en guerra” y “nunca dijimos que podíamos defender las Malvinas con éxito”.
“Tenemos que recuperarlas”, dice otro. “Las recuperaremos”, le prometen. Abundan proclamas a favor de la acción, como “tenemos que recuperar la soberanía”, o “hay que hacer un bloqueo”, “no hay que ser duros con las palabras y blandos con los hechos; hay que ser duros con los hechos”, “tenemos que declarar el estado de guerra con Argentina; ha sido un acto de guerra”, “hundid toda la flota”.
Otros, en cambio, son mucho más cautos. “Esto es como Suez”, advierte un diputado evocando la desastrosa invasión del canal junto a Francia en 1956. “Si enviamos la flota significa ir a la guerra”, advierte otro.
Las dudas de un amplio sector de diputados y ministros se reflejan sobre todo en un informe del “chief whip”, el encargado de mantener la disciplina parlamentaria, al jefe del Foreign Office. “Quizás le interese conocer la reacción general ante los acontecimientos en las islas Malvinas”, dice la introducción.
“Mis electores quieren sangre”, explica el diputado Peter Mills. “Por favor, sangre no”, opina en cambio David Crouch. El jefe parlamentario describe a un diputado como “un derrotista sin remedio” y de otro dice “está terriblemente deprimido”. Describe a tres diputados como partidarios de la mano dura pero a otros cinco que dicen que “no hay que perder la calma; tenemos que intentarlo y salir de allí sin combatir”. Otro duda de la posibilidad de obtener una victoria rápida y otro cree que las dificultades militares “son insuperables”.
“Estamos cometiendo un gran error. Va a hacer que Suez parezca algo de sentido común”, opina el ex ministro Ian Gilmour. Otro opina que el príncipe Andrés no tenía que haberse embarcado con la flota. El entonces ministro de Estado y luego político incombustible, Kenneth Clarke, y el también futuro ministro Timothy Raison “esperan que nadie crea que vamos a combatir a los argentinos”. “Deberíamos volar un par de barcos pero nana más”, opinan. Thatcher marca con dos líneas las opiniones de estos dos políticos.
Las dudas sobre la capacidad miliar británica no se ceñían solo a los políticos. Un informe del Ministerio de Defensa que evalúa en septiembre de 1981 las posibilidades de disuadir a los argentinos de actuar contra las Malvinas contempla varios escenarios posibles, desde ataques a barcos británicos en la zona a ocupación de islas deshabitadas, pequeña invasión o una invasión total de las Malvinas.
Ante esta última posibilidad, que es la acabó ocurriendo, el informe es llamativamente pesimista. Señala que enviar una fuerza lo bastante grande como para impedir esa invasión “sería muy caro” y podría “acabar propiciando lo contrario de lo que intenta impedir”. “Enfrentados a una ocupación argentina, no tenemos la seguridad de que esa fuerza pueda recuperar la dependencia. El orgullo nacional argentino probablemente exigiría una respuesta de máximos. Su ventaja geográfica y la relativa sofisticación de sus fuerzas armadas pondría nuestra propia fuerza de choque en seria desventaja”.
Y concluye: “Afrontar una invasión a gran escala exigiría fuerzas navales y de infantería con apoyo aéreo en una escala muy considerable y los problemas logísticos de esa operación serían tremendos”.
Meses después, Thatcher pareció apoyarse en ese informe para justificar en los Comunes la desprotección de las Malvinas que precedió a la invasión argentina. “En varias ocasiones en el pasado ya hubo amenazas de invasión y la única forma de prevenirla hubiera sido mantener una flota enorme cerca de las Malvinas, unas 7.000 millas lejos de su base. Ningún Gobierno ha sido nunca capaz de hacer eso, su coste y el coste de los suministros hubieran sido enorme”, se justificó en su primera comparecencia parlamentaria tras la invasión. Las notas que había tomado para preparar ese discurso están llenas de tachones, añadidos y cambios de orden en los párrafos. Una nota entre corchetes sugiere que, si le preguntan acerca de la presencia del príncipe Andrés en la flota de guerra, diga que “es un deseo expreso de la reina, el duque de Edimburgo y el propio príncipe Andrés, que si el Invincible navega, él navegue también en él”.
www.internacional.elpais.com